Gestos Desinteresados: Más Allá del Reconocimiento
Explorando la Belleza de Actos que No Buscan Recompensa
La paciente entró al pabellón. La seguía a pocos pasos su marido. La envolvía el más absoluto de los silencios, aquel que ambos conocían desde que tenían memoria.
De nuevo se enfrentaba al parto. Los meses gestando una nueva vida, el crecimiento de su vientre y otras partes de su cuerpo, las náuseas al inicio y el hambre del final, sumado a no ser su primer embarazo, la debería haber tranquilizado.
Sin embargo el fuerte dolor de las contracciones, los rostros con mascarillas que la rodeaban en el pabellón, sólo le recordaban el miedo que sintió tres años antes en plena pandemia, cuando tuvo a su primer hijo.
Es que ser sorda puede tener una serie de inconvenientes en una sociedad que está pensada para ser escuchada: desde el lenguaje a las alarmas, alertas y bocinas que son útiles sólo si alguien las escucha.
Pero esos inconvenientes se exacerban en un parto que es como estar en medio de una danza de médicos, matronas y enfermeras, que acostumbradas a ayudar a las madres en sus partos, a veces pierden la empatía por quien está en la camilla.
La paciente buscaba con la mirada los ojos de su marido, que también sordo, sondeaba el rostro de los integrantes del pabellón. Quería saber si todo iba bien, ¿acaso ya había comenzado el parto? ¿Esas luces suenan o es normal el parpadeo?
En eso, uno de los ojos que la miraban desde un costado, comenzó a hablar con ella. Le dijo que todo estaba bien y que cualquier cosa le avisara. Que ahora por favor se inclinara, pues la iba a anestesiar.
La doctora que se había ubicado a la espalda de la paciente para realizar el procedimiento, acostumbrada a contar en voz alta hasta tres antes de pinchar para alertar a la paciente, indicó a la enfermera que con las manos le contara hasta tres a la paciente para que no se asustara.
Tras un ligero sobresalto y de vuelta a la postura del parto, ya no buscó solamente los ojos del marido sino también los de esa mujer que era capaz de hablarle: de mover sus manos, hacer los movimientos y gestos que eran tan identificables por ella.
Fuerza, fuerza y más fuerza. Vacío. Gira la cabeza. Marido con lágrimas. Vuelve a girar. Ojos parcos. Ojos serios. Ojos serenos. Gira. Unas manos que danzando en el aire le resumen: todo está bien, felicitaciones.
Ojos contentos.
Esta semana me contaron esta historia y, aparte de sentirme conmovido y profundamente orgulloso, me produjo tres ideas distintas.
La primera es que debe ser temible estar en un lugar donde no hablan tu idioma y vivir un episodio de tanta vulnerabilidad como un parto.
Sería como que estar perdido en un país extranjero, pero incluso le faltan varios niveles de vulnerabilidad a ese escenario. Otros ejemplos que tampoco le llegan a los talones, estar en tu primer proceso de inmigración a un país extranjero o estar ad portas de tu primera participación en una obra o una competencia.
En esos momentos, esa mirada amiga que te ayuda es impagable. Detona una cascada de agradecimiento interior que tratas de transmitir, pero como para esa persona aquello que estás a punto de hacer es parte de su rutina, ese agradecimiento lo ve como algo muy desproporcionado al esfuerzo realizado.
¿Cuántas veces estamos del lado que sabe o que puede ayudar? En situaciones que para nosotros son totalmente comunes, pero que la persona que está en la fila puede no saber qué hacer, dónde ir, con quién hablar.
¿Qué nos cuesta apoyar?
La segunda es que la doctora que estudió lengua de señas, lo hace por vocación y empatía.
No lo hizo por una motivación utilitaria, porque hasta donde sé, nadie te paga más por saber lengua de señas ni tampoco te contratan en un lugar sólo porque sepas lengua de señas.
De ahí que me imagino, si ella fue capaz de destinar tiempo de una manera desinteresada a aprender algo por si algún día podía atender mejor a un paciente sordo, ¿es común que queramos mejorar en nuestra labor? Porque suelo ver esa mejora pero siempre asociada a un “cartón”, a obtener el certificado, el diplomado, el grado académico.
Adicionalmente, ¿qué aprendemos para ser mejores humanos? Porque al final, si aprendemos a escuchar, a conversar, a dialogar, a empatizar, a descansar, a respetar, no dudo que nuestro entorno se beneficiaría.
Nosotros sin duda.
Por último, que lo que hizo la doctora es un ejemplo de lo que Marco Aurelio llama “no esperar la tercera cosa”:
Cuando lo has hecho bien y otro se ha beneficiado de ello, ¿por qué, como un tonto, buscas una tercera cosa además: el crédito por la buena acción o un favor a cambio? -Marco Aurelio en “Meditaciones”.
Acá no hubo una búsqueda de aplausos posteriores. No hubo grandilocuencia ni ganas de figurar. Fue una historia que casi pasa desapercibida en el flujo infinito de pacientes, partos y epidurales.
No es hacer un curso para que todos sepan que lo hice. Al revés, lo hago porque de esta manera podré hacer mejor las cosas día a día. Si lo hago bien, y otro se beneficia, ¿para qué necesito un aplauso dirigido al ego?
Tras la confirmación de que todo había salido bien, acercaron a la recién nacida a los brazos de su madre.
La madre estaba tranquila, ya no tenía dudas que todo había salido bien.
En silencio, la hija tras el contacto con la piel, se movió e instintivamente comenzó a mamar mientras ambas, eran envueltas en un abrazo del padre.
La madre miró brevemente a su sorpresiva interlocutora y le agradeció con una mueca de paz.
Evitemos el ego buscando aplausos y busquemos la excelencia de hacer las cosas lo mejor que podamos. No basta con que sea una vez, recuerda que la excelencia no es un evento, sino como dice Aristóteles, es un hábito.
¿Qué aprenderás esta semana?
Estoy Leyendo
El camino del carácter - David Brooks
El trabajo de la persona sabia es tragarse la frustración y simplemente seguir dando ejemplo de cuidado, investigación y diligencia en sus propias vidas. Lo que un sabio enseña es la mínima parte de lo que da. La totalidad de su vida, de la forma en que la viven hasta en los más mínimos detalles, es lo que se transmite.
Nunca olvides eso. El mensaje es la persona, perfeccionada a lo largo de una vida de esfuerzo que fue puesta en marcha por otra persona sabia ahora oculta al destinatario por la neblina del tiempo.
The job of the wise person is to swallow the frustration and just go on setting an example of caring and digging and diligence in their own lives. What a wise person teaches is the smallest part of what they give. The totality of their life, of the way they go about it in the smallest details, is what gets transmitted.
Never forget that. The message is the person, perfected over lifetime of effort that was set in motion by yet another wise person now hidden from the recipient by the dim midts of time.