Nuestros días están llenos de rutinas, acciones y decisiones que en su gran mayoría pasan desapercibidas por nosotros, pero las hacemos igual. Algunas de ellas intuimos que las hacemos de una forma perfecta.
Cuando hago huevos revueltos, creo que los hago con un técnica depurada y secreta, que lamentablemente no puedo describir porque dejaría de serlo. Sin embargo, estoy seguro de que son unos excelentes huevos revueltos.
Así también, creo que la mejor manera de lavar los platos es como los lavo yo: uno a uno con agua caliente, fregando los bastardos hasta que queden como nuevos.
Es normal creer que lo que uno hace es la mejor manera de hacer algo. Lo hacemos sin mala intención ni por tener un ego del porte del Titanic, sino porque vemos que ejecutando las acciones de la manera en que sabemos logramos un resultado satisfactorio.
Dicho de otra forma, si mis huevos revueltos quedaran secos o los platos llenos de comida, evidentemente que no estaría logrando lo que me propongo y habría modificado la forma de hacerlo.
¿Qué pasa si no me doy cuenta? ¿Si no es tan evidente el mal resultado? ¿Sería rico comer huevos revueltos con papas y tomate cherry?
Nos pasamos la vida haciendo cosas
Manejamos, comemos, cantamos, caminamos, etc. Algunas de esas acciones las aprendimos de alguien que nos enseñó y en otras nos tiramos a la piscina usando lo aprendido hasta ese momento para hacerlo de la mejor manera posible.
Sin embargo, hay un tercer grupo de cosas que no recordamos si nos enseñaron o lo aprendimos por nuestra cuenta, no porque la memoria nos falle, sino porque consideramos que es algo tan evidente que no hace falta cuestionarse cómo hacerlo.
¿Quién te enseñó a dormir? ¿A caminar? ¿A elegir entre dos alternativas? ¿A priorizar? ¿A escribir un mail? ¿A negociar un sueldo? ¿A lavarte las manos?
Claro que parece una exageración: quién podría querer que le enseñen a dormir mejor si es automático, quizás uno le preguntará a un amigo cómo se negocia un sueldo, pero probablemente todos hemos ido a una entrevista sin preparar algo tan básico como la respuesta a esa pregunta.
¿Por qué? Porque nunca pensamos que todas las acciones que hacemos, las frases que decimos, los supuestos bajo los que tomamos decisiones y un largo etcétera, son mejorables.
Primero es la conciencia
El pilar fundamental de la filosofía estoica es controlar la percepción. Si bien se usa sobre todo para diferenciar en cada tema, hasta dónde llega nuestra injerencia.
Al ser consciente de hasta dónde llegamos, también nos hacemos responsables de lo que hacemos. Si identifico las cosas que hago, ¿cómo mejoro? Por un lado pidiendo ayuda, cosa de la que hablamos hace casi un año:
Por otro lado, aclarando la imagen del resultado correcto. Por ejemplo, si tuvieras que definir qué caracteriza a una persona que sabe priorizar, ¿qué dirías? ¿Crees que todo aquel que lea esa pregunta o si le preguntas a varios colegas, digan la misma respuesta?
Qué tal si acto seguido le preguntas “qué caracteriza a un buen delantero de un equipo de fútbol” ¿crees que recibirías respuestas tan diversas?
Al definir concretamente lo que buscas lograr en las acciones que realizas, es más fácil para ti alinear correctamente tus acciones cotidianas y minimizar los resultados imprevistos.
Cuando el auto que compras, el ejercicio que practicas, la comida que comes pasa a tener un objetivo, es más fácil que hagas una decisión sobre eso que sea más funcional a tu estilo de vida.
Abrámonos a pensar
Una de las cosas buenas de leer libros o ver películas/series de otros países, es ver vestuario, decoración, costumbres y pensar ¿qué tendrá de bueno hacerlo así?
Desde el bañarse de noche, comer arroz en el desayuno o sacarse los zapatos en la entrada de la casa, puede haber razones valiosas para pensar en hacerlo. O no. Pero al ser consciente, sabrás el por qué haces lo que haces.
¿Qué otra cosa podrías estar pasando por alto?
Libro de la semana
📖 Título: Cadáver exquisito
✍🏻 Autora: Agustina Bazterrica
✏️ Páginas: 391
📚 Editorial: Alfaguara
Un mazazo directo al lóbulo frontal. Una novela que interpela directamente la unidad mínima de nuestro mundo: las palabras.
¿Pero cómo pasamos de una novela distópica caníbal a las palabras? Pues porque la prosa ágil de Agustina nos guía por un laberinto vacío de eufemismos para mirar de frente a una sociedad que come carne humana.
Marcos es la mano derecha del dueño de uno de los frigoríficos más grandes del país, que tras el virus que provoca que todos los animales se vuelvan incomibles, se transforma en un frigorífico para faenar humanos.
Obviamente que toda la maquinaria está bajo el amparo de los gobiernos, que orientan a la gente a comer “carne especial” y a matar a los animales. Escenas crudas y absurdas de lo mismo, como el hecho de andar con paraguas para evitar a los pájaros.
Hay tantas escenas despiadadas, frases que significan cosas tan distintas si las dices en el contexto de la novela, el silencio de los inocentes (curiosa coincidencia con el caníbal más famoso), el amor, la responsabilidad, la debilidad humana y lo pesada que es la costumbre y el zeitgeist en tu comportamiento.
Altamente recomendado, pero es crudo, duro, cierto.
Quizas de la mano de esta reflexión está el "cuándo es suficiente?". Dónde está la línea entre la mejora personal constructiva (que a todos nos sirve), y la obsesión con siempre querer más, ser mejores, y no poder apreciar lo que tenemos y somos?